En el Camino

        —Mira, ahí están de nuevo.

       —No señales. Qué raros son.

       —Esta mañana ni se han despedido.

       —Querrán ir a su aire.

        —Ya, pero ese no es el espíritu del Camino. No los he visto hablar con nadie y ya hemos coincidido con ellos cinco veces.

         —¿Cinco ya?

         —Ayer los vi cuando salían de misa. No serán muy educados pero católicos, eso sí—dice Julia santiguándose de forma burlona.

       —Venga, que se te va la fuerza por la boca.

       —¿Los cogemos? —dice Julia con una sonrisa maliciosa —. Voy a hablar con ellos, mañana llegamos a Santiago, yo no pienso quedarme con la curiosidad de al menos saber sus nombres.

      —Estás pesadita…

      —Y escuchar su voz —añade Julia apretando el paso.

       En unos minutos alcanzan a la pareja. Deben de tener unos cuarenta años. A primera vista lo único raro en ellos es la vestimenta anticuada que llevan y que caminan con una excesiva seriedad.

        —¡Hola! —saluda Julia.

        La mujer gira la cabeza, la mira durante un segundo y aminora la marcha para dejar paso, pero Julia no la adelanta, sino que se pone a su lado.

        —Queda poquito, ¿eh? ¡Qué ganas de llegar! ¿Es vuestra primera vez?

        La chica mira a Julia sin decir nada. Julia le sostiene la mirada esperando una respuesta. Por su parte Samuel intenta conversar con el chico.

        —¿De dónde sois?

        El chico parece salir de su concentración.

       —Yo soy de Zaragoza, y ella de Ávila, pero ahora vivimos en Granada.

       —Nosotros somos de Madrid.

       Después de un silencio, Samuel añade:

       —Qué maravilla poder caminar en plena naturaleza, ¿verdad?

        De repente la chica se para en seco y espeta:

        —Solo debería haber motivos religiosos para peregrinar en nombre del apóstol.

        Samuel se queda cortado. Julia replica:

        —Eso es un poco radical, ¿no?

        Sin responder, la chica mientras retoma la marcha.

         —¿Lo ves? Son más raros que un perro verde.

         —Y encima sigues sin saber sus nombres —se burla Samuel.

         Esa noche la van a pasar en el Monte del Gozo, así podrán llegar temprano a Santiago. Van a alojarse en un albergue regentado por un hospitalero que dice ser templario y después de tomarse unos vinos ameniza las veladas con historias.

        Esa tarde, Julia y Samuel están descansando en la sala del albergue, que está abarrotada de trastos y polvorientas antiguallas, cuando ven entrar a la pareja rara.

        —Lo que faltaba —masculla Julia.

        El hospitalero los recibe con grandes alharacas.

       —¡Bienvenidos al último reducto templario! ¿Me dejan sus credenciales?

       El chico se las da y el hospitalero las sella.

      —Muy bien, aquí tiene su credencial, y aquí está la suya. Amigos, demos una calurosa bienvenida a estos huéspedes.

      Julia sonríe, en cuanto pueda, les preguntará el nombre.

      Esa noche se hospedan cuatro parejas y un peregrino austriaco. Es octubre, por eso y ya la afluencia de gente se reduce. Los peregrinos están sentados en la mesa esperando la cena. El austriaco, está encantado de poder chapurrear su español.

      —¿Vino? —dice sirviendo los vasos sin esperar respuesta. —¡Por Santiago!

       La mujer se levanta bruscamente de la mesa.

       —¿Yo “digo” algo malo?

       —No te preocupes. Ella no bebe y está cansada; el camino está siendo duro y se lo toma muy en serio —explica su pareja.

       —¿Habéis hecho una promesa? —pregunta Julia.

       —Más o menos.

       —¿Tenéis algún pariente enfermo? —. Julia se muere de curiosidad.

       Samuel recrimina con la mirada a su novia. La mujer regresa junto al hospitalero, que lleva una bandeja enorme, y dice:

       —A cenar se ha dicho.

       La cena transcurre tranquila. Los peregrinos intercambian anécdotas sobre sus etapas. La pareja rara permanece más callada que el resto, pero en general hay buen ambiente.

       —Peregrinos, ha llegado la hora de que conozcan el motivo que me trajo aquí. Hace diez años escuché la llamada y corrí a abrazar la causa templaria. Asumí la misión de librar a los peregrinos de todo mal. Deben saber que están haciendo una ruta poderosa —. Los asistentes se miran divertidos: el vino ya ha hecho sus efectos. —El Camino es más fuerte que todo, incluso que la muerte.

       Mientras el hospitalero les cuenta un extraño suceso ocurrido en la zona, el austriaco se pone a observar los cachivaches. Aquello es un auténtico museo. Se detiene ante unos cuadros.

       —¿Quiénes son estos?

       —Reyes de España, la gloria del Camino. Ese es Alfonso II, considerado el primer peregrino, y ese… —le explica el hospitalero.

       —¡Pero si ahí estás con Felipe VI! ¿Cómo hiciste para que viniera al albergue? —pregunta Julia señalando un cuadro. Le parece increíble que un miembro de la Casa Real hubiera puesto los pies en aquel lugar de dudosa higiene.

       La gente empieza a hacerle preguntas, pero el hospitalero se levanta y se despide.

        —Bueno, me voy a descansar. Les recomiendo que hagan lo mismo. Mañana les espera un día lleno de emoción.

       A las seis de la mañana, Samuel y Julia ya están tomando café. A través de la ventana ven a la pareja, que ya se han puesto en camino.

       —Al final no les he preguntado el nombre —dice Julia decepcionada.

       Mientras se calienta el café, el austriaco hace tiempo mirando los objetos de la cocina, que está aún más llena que la sala.

       —Estos “parecen con” la pareja de ayer—dice cogiendo un cuadro.

       —¡Buenos días! —saluda Rodrigo que entra en ese momento—. Traigo leche recién ordeñada. Amigo, cuidado con eso. Esos son los reyes más gloriosos que ha tenido este país.

       El hospitalero le retira el cuadro de las manos y sin importarle la espesa capa de polvo lo besa mientras murmura “Mis queridos Reyes Católicos”.

       —Nosotros nos vamos —interrumpe Samuel mientras se ajusta las cinchas—. Ha sido un placer conocerle.

       —No olviden firmar en el libro de visitas.

       Julia abre el libro, le encanta cotillear lo que han escrito los demás. Esta vez, atónita, solo lee el último texto. El comentario, escrito con una preciosa caligrafía, dice: “¡Santiago y cierra España”. Debajo, en la firma, hay un yugo y unas flechas.   

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